Se pintan paisajes por montones, pero raras veces se fantasea al pintar un paisaje. Comúnmente, la palabra paisaje, remite a la representación de un terreno o territorio específico, tal vez modificado por el pintor en sus detalles accesorios, mas no en las determinantes espaciales que le dan su sentido. De allí que el paisaje tradicional se asocie a lo terrenal y concreto, o, dicho de otro modo, a una ‘fisonomía’ de lugar.
Cuando se mira un paisaje pintado, se mira una superficie plana cuyos bordes definen — querámoslo o no— la “ventana” que abre al paisaje o lugar “retratado”. Abordados desde esa óptica, los paisajes de Andrés Santo Domingo son otra cosa. No nos conectan con sitios de aquí o de allá en el espacio mundano, sino con los reinos de la imaginación.
Es el suyo un esfuerzo singular, ya que visualiza evocaciones con artilugios propios de la pintura romántica y de la pintura simbolista, explora estados de alma con procedimientos caros a la pintura metafísica y a la pintura surrealista, e incluso se aventura en la improvisación con el pulso de Kandinsky y la energía de Jackson Pollock, sólo que los resultados obtenidos son a todas luces diferentes de los antes mencionados.
Hoy por hoy, se asegura y jura que la pintura ha perdido vigencia, pero hay que recordar que hace casi un siglo, el movimiento Dada, proclamó que el arte en su totalidad estaba muerto; pronunciamiento de tipo estratégico que desde entonces ha servido para hacer arte nuevo, haciendo gala del ya tradicional y clásico “a mí que me importismo”, pero no para matar lo que están haciendo otros artistas. En semejante contexto, hostil por decir lo menos, Santo Domingo se está replanteando la pintura desde la pintura.
Por eso ensaya maneras “viejas”, que históricamente suelen ser actuales; si se basan en una revisión conceptual, lúcida y bien estructurada, en torno a un tema de visos personales y linderos poéticos propios.
Al principio, en la tarea de Andrés por definir esos linderos, fue el cóndor. Y el cóndor se transformó en cualquier ave. Y el ave creó su entorno, especie de selva amenazante en la que todo horror, o agresión, o desamor, es posible. No podía ser de otra manera.
Al cóndor le puso su sello indeleble Alejandro Obregón, de modo que no tenía sentido repetir lo ya hecho por él, pero sí hacer “retornar” —aunque vagamente—su espíritu. ¿Era posible? Para un auténtico creador, aunque riesgosa, la respuesta siempre será positiva, porque los antiguos dioses, sus dioses, cualquier Dios, “hace ya mucho tiempo que murieron”.
En los albores de un milenio cuyo fin tendrá su día, el eterno retorno en las artes ha sido asumido de frente y con sentido hedonista (si bien no lo parece) por este admirador de Nietzche. La referencia al autor del Zaratustra no es gratuita.
Andrés obtuvo el diploma de filósofo de la Universidad Javeriana con una tesis sobre el gran pensador alemán y ahora ha querido tratar el tema, pictóricamente, con la fantasía propia del que sabe andar sin brújula por sus secretos paisajes interiores, ese territorio vasto, inasible y rigurosamente concreto que sin cesar transitamos a tientas los humanos.
“Ahora puedo entonar un cántico, y lo cantaré, aunque estoy solo en una casa vacía y aunque debo cantar para mis propios oídos”.
Así habló Zaratustra