Jotamario Arbeláez

Poeta

Tal vez Andrés Santo Domingo sea algo más que un pintor, o uno de esos buenos pintores a quienes utiliza el espíritu de la especie a través del arte para señalizar derroteros. No he visto a nadie que desde unos primeros pasos iluminados, pero aún en la forma trastabillante, haya logrado establecer y levantar con tanto fervor y paciencia unas tan estrictas y significativas moles estructurales, a la vez paisaje físico y orografía de su naturaleza mental, más el pájaro que está adentro y afuera del aire, por encima y por debajo del cuadro, que es la serenidad para la que el abismo no existe.

He dejado sobre una alondra de vidrio mis libros de Zen para ir a visitar al pintor en su estudio, y me encuentro expresos sobre sus cuadros abisales, los mismos elementos de percepción que esta categoría de pensamiento no racional oriental propone, no tan solo a la vista, sino al ojo que no se ve; al que introyecta este tipo de proyecciones. Pintura metafísica, entre el ser y la nada, entre la figuración transparente y el abstracto que irrumpe con la fuerza del ritmo a tomar terreno.

El principio y el fin del mundo, y el final del principio en una creación cosmogónica que se muerde la cola. ¿Serán cóndores esas aves? o más bien ¿es la luz en alas de sí misma haciéndose sombra? Antes el pintor pintaba lo mismo, pero de la mano hacia fuera. Ahora su pintura sale del interior; porque es allí donde se funde el oro fundamental que ilumina. En el desierto de la soledad es donde la libertad echa alas y su canto es el vuelo que suspendido sosiega.

El ser aterido se encuentra con lo que de él se desprende, las montañas tal vez no sean más que pretextos para un terremoto o conmoción interior que se ve venir, porque para que el maestro proponga la serenidad, tiene primero que vivir íntimas zozobras; sentir cataratas de astros siendo engullidas por agujeros negros y sepias. Pero siempre hay las lunas más radiantes y más profundas y fecundas y sabias que el mismo Helios, y el volantinero atraviesa el vacío en busca de la cuerda que comienza al final del vacío, y no se precipita porque lo irracional lo sostiene, porque el abismo es consistente, porque el bando de la muerte de Dios no ha salido aún del libro de Nietzsche.

Es el niño del aire el que sale de la caverna, pleno de libertad, a recuperar para el mundo el sentido de la alegría de seguir siendo niño. Pero en la serenidad de los espacios que depara el vuelo del ave y los amplios espacios blancos, anda también el aceleramiento, buscando pista con ritmos que concuerdan con la propuesta. Y es allí donde el ojo da paso a la conciencia para que mire. Todo tipo de pájaros han debido pasar por las alas del pintor antes de él lograr dominarlos y volverlos símbolos; antes de ponerlos a panear por la flora de su inconsciente. El blanco habla frente a las manchas de asombro, desconcentra y centra. La luz de la creación se avecina porque ya la noche del final languidece y el mundo vuelve a ser estupor y sorpresa.

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